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Las Musas

 

¿Quién se pertenece en realidad? Ni siquiera el tiempo mismo ha negado el paso indemne que le impide su estadía. Sólo se deja llevar y se sucede sin más. Quizás se piense en la espuma que repta sobre la playa y en caricias borra el hilo de existencias que se transforman en una, en única travesía; girando desde la sombra del vaivén que rompe en olas, del buen deseo de mirar por el aliento de estar. Donde soy es donde existo. 

Así nada es totalmente propiedad de nadie, ni jamás antes lo ha sido. Al nacer se habita un guiño que se antoja impostergable. Tal suspiro significa la gran oportunidad de ser uno, y mutar en movimientos de los gritos tan plurales a la inspiración que invade, una vez que así se admita. A los pies de todo el mundo se dispone lo que es cierto, el alma con que se mira, la memoria sin tendencia a olvidarse de sus tramas. No se es lo que se ha visto, se ha visto lo que se es.   

Irene Cruz nos invita a mirar desde la hondura, desde el borde a frases mudas que traduce con sus musas, las siluetas conocidas. Las autoras de una brisa inspiradora convertidas en amigas. Todas ellas confeccionan la tertulia y se marcan el precepto de convertirse en la misma delicada identidad. Es el nombre dado a todas, flor de piel en carne viva que bien viste, y sus flores favoritas reposan en el umbral que apenas les delimitan ese cuerpo terrenal del paisaje de neblinas azuladas y colores de horas raras de eterno bosque otoñal. Hacen sentir la dulzura del perfume que les baña y resbala por su cuello, ata sus extremidades sin cautela desmedida o descansa en los recodos preferidos del deseo; coronando cabelleras o vigila movimientos ulteriores ajenos a cualquier miedo.

Epítome de la musa es las musas por igual. Su labor es tan sencilla: encumbrar el ansia de perpetuar la inmensidad del entorno de un artista, de quien ve tan más allá que congela los instantes en contextos que no expiran. La emoción del pensamiento en remanso de verdad.     

La creación en pos de serse hasta donde alcance la vida. Si uno entiende que mirar no obedece a notas claras, a primeras vistas y fachadas, cada estampa del fulgor que presenta Irene nos regala su reflejo: ese impulso de dejar porciones del alma/artista en cada una de sus placas. Porque bien sabido es que los ojos son el espejo del alma, e Irene descubre a sus musas sin un rostro que devuelva esa audaz mirada fija al espectador que aguarda. Para no romper el ciclo (quizás), y no ahondar en distracciones. Sabrá bien, tal vez, pensar que lo hará por dejar claro que ese instante disecado es el mundo que le inspira, que ve a diario y le supone nuevos vuelcos creacionistas. Es el mundo al que se adhiere por no dejar nunca fuera las urgencias de mostrar la belleza sin resguardo. Ese mundo es el que mira. Ese mundo es ella misma a través de un objetivo, y sobre esta frágil línea le dedica su carrera a reinterpretar silencios, a vestir desnudos quietos con las flores de una vida, a imitarse en las figuras de mujeres que caminan a su lado en la fortuna de encontrarse en una misma; primando naturalezas, dando merecido trato a la conciencia del cuerpo, al susurro de la tierra y los abrazos de un árbol; al agua que desespera por llevar su cauce al tiempo. 

Se revelan las palabras como descanso juglar y que convergen en la calma. Porque intentar resolver los encuentros de estos años con la pasión que desvela queda corto a la distancia. Quizás todos seamos ellas, esas musas renombradas en imágenes de velas que otrora ya señalaran el camino a la poesía, o lo que sea que parezca que signifiquen las letras. Qué eso sea lo único cierto: no saber quedarse quieto y calzarse todo el suelo, o pertenecer al tiempo que significa belleza. 

¿Quiénes son aquellas musas que me llevan al vacío? De repente vuelven solas tras el tiempo de morir desde el tedio de mí misma. El lugar en donde habito soy yo misma. Soy un bosque a verdiazules saboreando la neblina. Un latido. Por ustedes baile y notas, que traducen la caricia del hambre de incendios y fugaces cicatrices, en las flores que hoy nos visten. Hábitat es donde inspiran, el reflejo de mi sangre. Soy ustedes: la mirada conocida. Desde adentro me proyecto, y me invento un parapeto tan eterno que me obliga a desprenderme del miedo con la luz de cada día.

 

Christian Chávez Plascencia

My dear imaginary friend

The Muses / Las Musas - Photobook 

Febrero de 2017

 

Fotografías: Irene Cruz

Prólogo: Christian Chávez Plascencia

Traducción: Christian Chávez Plascencia & Juan Yuste

Idiomas: Español + Inglés

 

 

Bajo el título Las Musas, Irene Cruz reúne una serie de imágenes en las que capta a mujeres con las que se ha cruzado a lo largo de los años y en las que, de alguna manera, se ha inspirado. Y esta forma de fotografiarlas es, cuanto menos, interesante: les pide que elaboren una pieza artística al aire libre y las fotografía, creando auténticos registros visuales de sus acciones, tan naturales como poéticas. 

 

Naiara Valdano

 

 

Las fotografías de Irene Cruz (Madrid, 1987) tejen historias que oscilan entre el documento y la fabulación. El cuerpo, la naturaleza y la luz fraguan de manera conjunta una poética que busca seducir y desestabilizar al espectador a partes iguales. El frágil equilibrio entre lo premeditado y lo inesperado funciona como resorte esencial de un trabajo visual que, lejos de ofrecer historias acabadas, propone escenas que no hacen sino dar pie a la especulación, la incógnita y la duda. No se trata, sin embargo, de una estrategia de ocultación del significado esencial de la imagen, sino una apuesta por la plusvalía semántica que ofrece trabajar con el reverso de lo evidente.   

La mayor parte del trabajo de Irene Cruz se estructura a través de series que unifican contenidos, si bien establecen a su vez guiños cómplices entre ellas. Su último trabajo, reunido bajo el título “Las musas”, mantiene el vínculo entre la naturaleza y cuerpo femenino que encontramos en otros proyectos de la artista. Sin embargo, tal vez estamos en una de las propuestas más sobresalientes de Irene Cruz, capaz de unir una exquisita modulación estética de la imagen con un coherente desarrollo performativo: la artista busca mujeres que están o han estado próximas a su círculo afectivo, las invita a la total desnudez y, ubicadas en la naturaleza, teje sobre su cuerpo un ligero manto de flores elegidas por la propia modelo. Con esta contención de recursos expresivos y un alto potencial narrativo, la artista consigue que la fabulación se convierta en puro goce al tiempo que la elocuencia de la pose y los gestos sosegados parecen transformarse en metáfora del deseo de vivir según las propias normas. De este modo, frente a la idea tradicional de las musas y la mirada del otro masculino que históricamente las ha construido, aquellas que nos muestra Irene Cruz insisten en ser ellas mismas las constructoras de sus propias fantasías. 

Creadora nómada, ubicada en un constante trasiego internacional que tiene en Madrid y Berlín sus principales núcleos de residencia y trabajo, Irene Cruz desplaza en sus imágenes la densidad de la metrópoli y retorna a una naturaleza en la que el ser humano no es un afuera que observa, sino una realidad enraizada en el propio espacio habitado.  En esta serie, el cuerpo se transforma además en un fértil territorio donde se expresan los conflictos de la subjetividad y que, además, se posiciona como ámbito de resistencia contrahegemónica. Las musas de Irene Cruz no muestran su rostro a la cámara, pero, más que una estrategia de ocultación, se trata de una deliberada fuga poética que ubica la sede simbólica de la identidad en la unión arcádica del cuerpo y la naturaleza.  

Carlos Delgado

“La fotografía, como sabemos, no es algo  

verdadero. Es una ilusión de la realidad con la   

cual creamos nuestro propio mundo privado”. 

Arnold Newman (1918 – 2006).

 

Musas… ¡Qué profesión más poética y misteriosa! Con ese nombre eran conocidas las mujeres que, según la mitología griega, eran capaces de inspirar los acordes de una canción, los versos de una poesía o las pinceladas de una obra de arte. Aunque algunos las consideraban ninfas, muchos veían en ellas a auténticas divinidades a las que había que colmar de favores y obsequios para conseguir su auxilio. Estas diosas-musas conservaron su poder durante siglos y surgieron numerosas leyendas entorno a ellas, hasta un momento en el cual el mundo terrenal comenzó a ganar terreno. Poco a poco los artistas más contemporáneos fueron olvidando a esas divinidades para buscar inspiración mucho más cerca. Las musas dejaron de ser divinas y se convirtieron en esposas, amantes, vecinas, amigas, personas más terrenales, más tangibles, más próximas. Muchos se dieron cuenta de que “¡la mejor musa es la de carne y hueso!”, tal como afirmaba el propio Rubén Darío.  

La fotógrafa Irene Cruz (Madrid, 1987) parece haber seguido la filosofía del poeta nicaragüense y sus coetáneos en su último proyecto fotográfico de una forma sutil y sublime, casi mágica. Bajo el título Las Musas, la artista reúne una serie de imágenes en las que retrata a algunas mujeres que se han cruzado por su vida y que han sido, de alguna forma, inspiradoras. Y la forma de retratarlas es, al menos, interesante: Irene invita a esas mujeres a realizar una performance al aire libre y las fotografía en ese momento, creando auténticos registros visuales de sus acciones tan naturales como poéticos.  

La artista consigue crear así unos retratos en los que homenajea la importancia (y la carnalidad) de sus musas manteniendo, sin lugar a dudas, su tan característico universo personal. De hecho, en esta serie, como en Mär, What Dreams Are Made Of, Heimat o Urlaub, se respira esa atmosfera onírica, bucólica e irreal tan frecuente en toda su producción. Gracias a ese aire tan surrealista que empapa cada esquina, sus fotografías nos recuerdan esos segundos imprecisos, borrosos y difusos que a veces alcanzamos en los sueños. Inevitablemente nos vemos transportados a un mundo en el que se entremezcla realidad y ficción, memoria y presente, vida y sueño… un mundo que, de alguna forma, nos resulta familiar, pero, al mismo tiempo, tan misterioso y lejano. Como en los sueños, sabemos que en cualquier momento todo lo que está ante nuestros ojos puede desvanecerse, esfumarse o marchitarse hasta la siguiente noche. 

Todo ese misterio, toda esa utopía, se consigue gracias a dos elementos fundamentales en el mundo de Irene. En primer lugar, es importante mencionar ese control de la luz casi cinematográfico, esa luz del amanecer o del atardecer que la artista es capaz de captar con tanta facilidad en todas sus series fotográficas. Es una luz que se convierte en un elemento emocional más, un elemento que nos ayuda a sentir y a teletransportarnos a un mundo de ensueño a medio camino entre realidad y ficción. En Las Musas, como en el resto de sus obras, aparece una luz tan plástica y maleable, tan real y tan distante, que nos atrapa y nos acongoja.  

En segundo lugar, en Las Musas aparecen también esos enigmáticos paisajes azules y verdosos que escoge Irene habitualmente. Son escenarios familiares, reconocibles, con los que nos hemos topado antes, pero al mismo tiempo parecen espejismos o visiones inalcanzables. Son paisajes donde la naturaleza tiene un papel especial y que, de alguna forma, pretenden hacernos sentir melancolía y nostalgia, pero también frialdad, humedad y vacío. Tal como dice ella misma, “es el lugar del misterio envuelto en el anochecer temprano o atardecer tardío. Apelo a quien lo contempla, a su empatía. Siento una atracción hacia ese tipo de paisajes fríos, vacíos, que incitan a la reflexión”. 

Como en otros proyectos (ej. Habitat, Inner Tales o Stimmung), esos paisajes presentes en Las Musas están habitados por mujeres casi fantasmagóricas. Desnudándolas y rodeándolas de flores, Irene se enfrenta a la propia carnalidad de esas mujeres cuyos cuerpos cálidos contrastan con la frialdad que las rodea. Aun así, no pierden su aurea poética, bucólica, onírica: no son diosas, son mujeres de carne y hueso, pero son capaces de llevarnos más allá y hacernos soñar. Me recuerdan, en cierta manera, a esas mujeres retratadas por Ellen Kooi o Amanda Charchian… mujeres reales pero intemporales, figuras de carne y hueso que parecen no envejecer, no menguar, no desaparecer tras haber sido retratadas en el momento adecuado. 

Son mujeres sin rostro ni identidad que, de alguna forma, se enfrentan a su soledad y su deseo, a su melancolía y su vulnerabilidad. En esta ocasión Irene evita ponerse ella misma delante de la cámara (como tantas veces ha hecho) para no personalizar todas las emociones en su propia figura, pero aun así estas imágenes no dejan de ser algo autobiográficas: la artista nos muestra, aunque no quiera, su propia vulnerabilidad a través de otras mujeres. Son sus musas, al fin y al cabo, representadas por viejas amigas y conocidas que han compartido historias, secretos, detalles con ella. 

La propia Irene reflexiona sobre esto a través de las siguientes palabras: “siempre dicen que los fotógrafos usamos a las personas que fotografiamos para hacer un espejo de nosotros mismos o, mejor dicho, que nos fotografiamos a nosotros mismos a través de nuestros/as modelos, y yo creo que esa idea no se puede romper del todo”. Pero a pesar de esa conexión incuestionable entre la creadora y sus musas, hay algo muy curioso en esta serie: mientras que en otros de sus trabajos (como Blumen) las modelos eran simplemente dobles de la propia artista sin voz propia, en Las Musas las retratadas han podido votar y opinar sobre el resultado final. Las propias modelos son, de hecho, las que han decidido qué flores debían decorar sus cuerpos, qué partes del cuerpo querían mostrar y, en algunas ocasiones, con qué sus poses querían aparecer. Y la razón de este cambio es simple: tal como explica Irene, “esta serie lo que quiere es romper con la idea de la musa clásica al servicio del artista o fotógrafo”. Ha querido deshacerse de la imagen de esas modelos-objetos sin voz propia, sin opinión ni elección, que parecen inactivas e indiferentes. Aunque esta serie presenta sin duda el universo interior de Irene, las modelos han dirigido las imágenes tanto como la artista presentando su voz, sus gustos y sus intereses.  

Pero hay algo más que a simple vista se nos puede escapar: estas imágenes no solo muestran ese aire autobiográfico de la artista y esa pequeña libertad de las musas, sino también nuestro propio reflejo. Muchas de las mujeres retratadas en Las Musas no tienen rostro, no están individualizadas, consiguiendo que todos los espectadores vayamos más allá y nos identifiquemos con ellas. Irene logra que cada una de nosotras reconozcamos a nuestras propias musas, a nuestras amigas, a nuestras influencias e, incluso, a nosotras mismas. 

El talento y la sensibilidad de Irene permite, de alguna forma, hacernos voyeurs y protagonistas, espectadores y retratados, aumentando el misterio y el enigma. Quizás ese misterio haya sido la clave por la cual la madrileña fuera nombrada recientemente la artista emergente con más proyección internacional por la plataforma Why On White. Es un portento a la que, sin duda, debemos seguir la pista para ver donde nos lleva y si esas musas que la acompañan la ayudan a seguir sorprendiendo.

Naiara Valdano

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